domingo, 30 de abril de 2017

Hansel y Gretel

Escrito por los hermanos Grimm en cuentos para niños


cuentos para niños


En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y Gretel. El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que no quería a los niños. Siempre se quejaba de que comían demasiado y que por su culpa, el dinero no les llegaba para nada.
– Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra – A este paso, moriremos todos de hambre.
– Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para ellos – contestó compungido el padre.
– ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí. Seguro que con su ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir – ordenó la madrastra envuelta en ira.
– ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños!
– ¡No hay más que hablar! – siguió gritando – Nosotros viviremos más desahogados y ellos, que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos.
El buen hombre,  a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá su mujer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor.
Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel. La pobre niña comenzó a llorar amargamente.
– ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío.
– No te preocupes, Gretel, confía en mí ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura, dándole un beso en la mejilla.
Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces.
– ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes!
Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con un panecillo para cada uno.
– Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del almuerzo, que queda mucho día por delante.
Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado crujían bajo sus pies.
A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera sus amenazas. Por si eso sucedía, fue  dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa.
Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata. Cuando se despertaron, sus padres ya no estaban.
– ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel – ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso.
– Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo Hansel confiado.
Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una ¡Los pájaros se las habían comido!
Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando. Cuando ya lo daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El tejado estaba decorado con caramelos de colores y las puertas y ventanas eran de bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba sirope de fresa.
Maravillados, los chiquillos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por delante ¡Qué rico estaba todo!
Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada que les recibió con amabilidad.
– ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis.
Los niños, felices y confiados, entraron  en la casa sin sospechar que se trataba de una malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para atraer a los niños y después comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel, asustadísima,  comenzó a llorar.
– ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas me lo comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte.
La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las noches, se acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso.
– Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito.
El avispado Hansel  sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes.  La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía nada, tocaba el hueso y se quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carnes.  Durante semanas consiguió engañarla, pero un día la vieja se hartó.
– ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel – Prepara el horno, que hoy me lo voy a comer.
La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se acercó al horno con una enorme antorcha.
– ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno – ¡Tendré que hacerlo yo!
La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los gritos de espanto no conmovieron a la chiquilla; cogió las llaves de la celda y liberó a su hermano.
Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se adentraron en el bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana.
 A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue corriendo a abrazarles.  Les contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí. Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle y le dieron las valiosas joyas que habían encontrado en la casita de chocolate.
¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!


Escrito por los hermanos Grimm en cuentos para niños


cuentos para niños


En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y Gretel. El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que no quería a los niños. Siempre se quejaba de que comían demasiado y que por su culpa, el dinero no les llegaba para nada.
– Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra – A este paso, moriremos todos de hambre.
– Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para ellos – contestó compungido el padre.
– ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí. Seguro que con su ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir – ordenó la madrastra envuelta en ira.
– ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños!
– ¡No hay más que hablar! – siguió gritando – Nosotros viviremos más desahogados y ellos, que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos.
El buen hombre,  a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá su mujer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor.
Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel. La pobre niña comenzó a llorar amargamente.
– ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío.
– No te preocupes, Gretel, confía en mí ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura, dándole un beso en la mejilla.
Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces.
– ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes!
Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con un panecillo para cada uno.
– Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del almuerzo, que queda mucho día por delante.
Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado crujían bajo sus pies.
A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera sus amenazas. Por si eso sucedía, fue  dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa.
Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata. Cuando se despertaron, sus padres ya no estaban.
– ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel – ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso.
– Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo Hansel confiado.
Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una ¡Los pájaros se las habían comido!
Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando. Cuando ya lo daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El tejado estaba decorado con caramelos de colores y las puertas y ventanas eran de bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba sirope de fresa.
Maravillados, los chiquillos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por delante ¡Qué rico estaba todo!
Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada que les recibió con amabilidad.
– ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis.
Los niños, felices y confiados, entraron  en la casa sin sospechar que se trataba de una malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para atraer a los niños y después comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel, asustadísima,  comenzó a llorar.
– ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas me lo comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte.
La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las noches, se acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso.
– Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito.
El avispado Hansel  sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes.  La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía nada, tocaba el hueso y se quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carnes.  Durante semanas consiguió engañarla, pero un día la vieja se hartó.
– ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel – Prepara el horno, que hoy me lo voy a comer.
La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se acercó al horno con una enorme antorcha.
– ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno – ¡Tendré que hacerlo yo!
La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los gritos de espanto no conmovieron a la chiquilla; cogió las llaves de la celda y liberó a su hermano.
Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se adentraron en el bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana.
 A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue corriendo a abrazarles.  Les contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí. Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle y le dieron las valiosas joyas que habían encontrado en la casita de chocolate.
¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!


El gato con botas

Escrito por los Hermanos Grimm en cuentos para niños



el gato con botas


Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al pequeño, un gato.
El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido.
– Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué puedo hacer yo con un simple gato?
El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo:
– No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo elegante y unas botas de mi talla,  que yo me encargo de todo.

El joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al cabo no era mucho y el gato puso en marcha su plan. Como todo minino que se precie, era muy hábil cazando y no le costó mucho esfuerzo atrapar un par de conejos que metió en el saquito. El abrigo nuevo y las botas de terciopelo le proporcionaban un porte distinguido, así que muy seguro de sí mismo se dirigió al palacio real y consiguió ser recibido por el rey.
– Majestad, mi amo el Marqués de Carabás le envía estos conejos – mintió el gato.
– ¡Oh, muchas gracias! – respondió el monarca – Dile a tu dueño que le agradezco mucho este obsequio.

El gato regresó a casa satisfecho y partir de entonces, cada semana acudió al palacio a entregarle presentes al rey de parte del supuesto Marqués de Carabás. Le llevaba un saco de patatas, unas suculentas perdices, flores para embellecer los lujosos salones reales… El rey se sentía halagado con tantas atenciones e intrigado por saber quién era ese Marqués de Carabás que tantos regalos le enviaba mediante su espabilado gato.
Un día, estando el gato con su amo en el bosque, vio que la carroza real pasaba por el camino que bordeaba el río.
– ¡Rápido, rápido! – le dijo el gato al joven – ¡Quítate la ropa, tírate al agua y finge que no sabes nadar y te estás ahogando!
El hijo del molinero no entendía nada pero pensó que no tenía nada que perder y se lanzó al río ¡El agua estaba helada! Mientras tanto, el astuto gato escondió las prendas del chico y cuando la carroza estuvo lo suficientemente cerca, comenzó a gritar.
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo el Marqués de Carabás no sabe nadar! ¡Ayúdenme!
El rey mandó parar al cochero y sus criados rescataron al muchacho ¡Era lo menos que podía hacer por ese hombre tan detallista que le había colmado de regalos!
Cuando estuvo a salvo, el gato mintió de nuevo.

– ¡Sus ropas no están! ¡Con toda esta confusión han debido de robarlas unos ladrones!
– No te preocupes – dijo el rey al gato – Le cubriremos con una manta para que no pase frío y ahora mismo envío a mis criados a por ropa digna de un caballero como él.
Dicho y hecho. Los criados le trajeron elegantes prendas de seda y unos cómodos zapatos de piel que al hijo del molinero le hicieron sentirse como un verdadero señor. El gato, con voz pomposa, habló con seguridad una vez más.
– Mi amo y yo quisiéramos agradecerles todo lo que acaban de hacer por nosotros. Por favor, vengan a conocer nuestras tierras y nuestro hogar.
– Será un placer. Mi hija nos acompañará – afirmó el rey señalando a una preciosa muchacha que asomaba su cabeza de rubia cabellera por la ventana de la carroza.
El falso Marqués de Carabás se giró para mirarla. Como era de esperar, se quedó prendado de ella en cuanto la vio, clavando su mirada sobre sus bellos ojos verdes. La joven, ruborizada,  le correspondió con una dulce sonrisa que mostraba unos dientes  tan blancos como perlas marinas.
– Si le parece bien, mi amo irá con ustedes en el carruaje. Mientras, yo me adelantaré para comprobar que todo esté en orden en nuestras propiedades.
El amo subió a la carroza de manera obediente, dejándose llevar por la inventiva del gato. Mientras, éste echó a correr y llegó a unas ricas y extensas tierras que evidentemente no eran de su dueño, sino de un ogro que vivía en la comarca. Por allí se encontró a unos cuantos campesinos que labraban la tierra. Con cara seria y gesto autoritario les dijo:

– Cuando veáis al rey tenéis que decirle que estos terrenos son del Marqués de Carabás ¿entendido? A cambio os daré una recompensa.
Los campesinos aceptaron y cuando pasó el rey por allí y les preguntó a quién pertenecían esos campos tan bien cuidados, le dijeron que eran de su buen amo el Marqués de Carabás.
El gato, mientras tanto, ya había llegado al castillo. Tenía que conseguir que el ogro desapareciera para que su amo pudiera quedarse como dueño y señor de todo. Llamó a la puerta y se presentó como un viajero de paso que venía a presentarle sus respetos. Se sorprendió de que, a pesar de ser un ogro, tuviera un castillo tan elegante.
– Señor ogro – le dijo el gato – Es conocido en todo el reino que usted tiene poderes. Me han contado que posee la habilidad de convertirse en lo que quiera.
– Has oído bien – contestó el gigante – Ahora verás de lo que soy capaz.
Y como por arte de magia, el ogro se convirtió en un león. El gato se hizo el sorprendido y aplaudió para halagarle.

– ¡Increíble! ¡Nunca había visto nada igual! Me pregunto si es capaz de convertirse usted en un animal pequeño, por ejemplo, un ratoncito.
– ¿Acaso dudas de mis poderes? ¡Observa con atención! – Y el ogro, orgulloso de mostrarle todo lo que podía hacer, se transformó en un ratón.
¡Sí! ¡Lo había conseguido! El ogro ya era una presa fácil para él. De un salto se abalanzó sobre el animalillo y se lo zampó sin que al pobre le diera tiempo ni a pestañear.
Como había planeado, ya no había ogro y el castillo se había quedado sin dueño, así que cuando llamaron a la puerta, el gato salió a recibir a su amo, al rey y a la princesa.
– Sea bienvenido a su casa, señor Marqués de Carabás. Es un honor para nosotros tener aquí a su alteza y a su hermosa hija. Pasen al salón de invitados. La cena está servida – exclamó solemnemente el gato al tiempo que hacía una reverencia.
Todos entraron y disfrutaron de una maravillosa velada a la luz de las velas. Al término, el rey, impresionado por lo educado que era el Marqués de Carabás y deslumbrado por todas sus riquezas y posesiones,  dio su consentimiento para que se casara con la princesa.

Y así es como termina la historia del hijo del molinero, que alcanzó la dicha más completa  gracias a un simple pero ingenioso gato que en herencia le dejó su padre.
Escrito por los Hermanos Grimm en cuentos para niños



el gato con botas


Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al pequeño, un gato.
El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido.
– Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué puedo hacer yo con un simple gato?
El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo:
– No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo elegante y unas botas de mi talla,  que yo me encargo de todo.

El joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al cabo no era mucho y el gato puso en marcha su plan. Como todo minino que se precie, era muy hábil cazando y no le costó mucho esfuerzo atrapar un par de conejos que metió en el saquito. El abrigo nuevo y las botas de terciopelo le proporcionaban un porte distinguido, así que muy seguro de sí mismo se dirigió al palacio real y consiguió ser recibido por el rey.
– Majestad, mi amo el Marqués de Carabás le envía estos conejos – mintió el gato.
– ¡Oh, muchas gracias! – respondió el monarca – Dile a tu dueño que le agradezco mucho este obsequio.

El gato regresó a casa satisfecho y partir de entonces, cada semana acudió al palacio a entregarle presentes al rey de parte del supuesto Marqués de Carabás. Le llevaba un saco de patatas, unas suculentas perdices, flores para embellecer los lujosos salones reales… El rey se sentía halagado con tantas atenciones e intrigado por saber quién era ese Marqués de Carabás que tantos regalos le enviaba mediante su espabilado gato.
Un día, estando el gato con su amo en el bosque, vio que la carroza real pasaba por el camino que bordeaba el río.
– ¡Rápido, rápido! – le dijo el gato al joven – ¡Quítate la ropa, tírate al agua y finge que no sabes nadar y te estás ahogando!
El hijo del molinero no entendía nada pero pensó que no tenía nada que perder y se lanzó al río ¡El agua estaba helada! Mientras tanto, el astuto gato escondió las prendas del chico y cuando la carroza estuvo lo suficientemente cerca, comenzó a gritar.
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo el Marqués de Carabás no sabe nadar! ¡Ayúdenme!
El rey mandó parar al cochero y sus criados rescataron al muchacho ¡Era lo menos que podía hacer por ese hombre tan detallista que le había colmado de regalos!
Cuando estuvo a salvo, el gato mintió de nuevo.

– ¡Sus ropas no están! ¡Con toda esta confusión han debido de robarlas unos ladrones!
– No te preocupes – dijo el rey al gato – Le cubriremos con una manta para que no pase frío y ahora mismo envío a mis criados a por ropa digna de un caballero como él.
Dicho y hecho. Los criados le trajeron elegantes prendas de seda y unos cómodos zapatos de piel que al hijo del molinero le hicieron sentirse como un verdadero señor. El gato, con voz pomposa, habló con seguridad una vez más.
– Mi amo y yo quisiéramos agradecerles todo lo que acaban de hacer por nosotros. Por favor, vengan a conocer nuestras tierras y nuestro hogar.
– Será un placer. Mi hija nos acompañará – afirmó el rey señalando a una preciosa muchacha que asomaba su cabeza de rubia cabellera por la ventana de la carroza.
El falso Marqués de Carabás se giró para mirarla. Como era de esperar, se quedó prendado de ella en cuanto la vio, clavando su mirada sobre sus bellos ojos verdes. La joven, ruborizada,  le correspondió con una dulce sonrisa que mostraba unos dientes  tan blancos como perlas marinas.
– Si le parece bien, mi amo irá con ustedes en el carruaje. Mientras, yo me adelantaré para comprobar que todo esté en orden en nuestras propiedades.
El amo subió a la carroza de manera obediente, dejándose llevar por la inventiva del gato. Mientras, éste echó a correr y llegó a unas ricas y extensas tierras que evidentemente no eran de su dueño, sino de un ogro que vivía en la comarca. Por allí se encontró a unos cuantos campesinos que labraban la tierra. Con cara seria y gesto autoritario les dijo:

– Cuando veáis al rey tenéis que decirle que estos terrenos son del Marqués de Carabás ¿entendido? A cambio os daré una recompensa.
Los campesinos aceptaron y cuando pasó el rey por allí y les preguntó a quién pertenecían esos campos tan bien cuidados, le dijeron que eran de su buen amo el Marqués de Carabás.
El gato, mientras tanto, ya había llegado al castillo. Tenía que conseguir que el ogro desapareciera para que su amo pudiera quedarse como dueño y señor de todo. Llamó a la puerta y se presentó como un viajero de paso que venía a presentarle sus respetos. Se sorprendió de que, a pesar de ser un ogro, tuviera un castillo tan elegante.
– Señor ogro – le dijo el gato – Es conocido en todo el reino que usted tiene poderes. Me han contado que posee la habilidad de convertirse en lo que quiera.
– Has oído bien – contestó el gigante – Ahora verás de lo que soy capaz.
Y como por arte de magia, el ogro se convirtió en un león. El gato se hizo el sorprendido y aplaudió para halagarle.

– ¡Increíble! ¡Nunca había visto nada igual! Me pregunto si es capaz de convertirse usted en un animal pequeño, por ejemplo, un ratoncito.
– ¿Acaso dudas de mis poderes? ¡Observa con atención! – Y el ogro, orgulloso de mostrarle todo lo que podía hacer, se transformó en un ratón.
¡Sí! ¡Lo había conseguido! El ogro ya era una presa fácil para él. De un salto se abalanzó sobre el animalillo y se lo zampó sin que al pobre le diera tiempo ni a pestañear.
Como había planeado, ya no había ogro y el castillo se había quedado sin dueño, así que cuando llamaron a la puerta, el gato salió a recibir a su amo, al rey y a la princesa.
– Sea bienvenido a su casa, señor Marqués de Carabás. Es un honor para nosotros tener aquí a su alteza y a su hermosa hija. Pasen al salón de invitados. La cena está servida – exclamó solemnemente el gato al tiempo que hacía una reverencia.
Todos entraron y disfrutaron de una maravillosa velada a la luz de las velas. Al término, el rey, impresionado por lo educado que era el Marqués de Carabás y deslumbrado por todas sus riquezas y posesiones,  dio su consentimiento para que se casara con la princesa.

Y así es como termina la historia del hijo del molinero, que alcanzó la dicha más completa  gracias a un simple pero ingenioso gato que en herencia le dejó su padre.

La señora y el duendecillo

Cuentos para niños

Viejas leyendas cuentan que, antiguamente, las mujeres campesinas tenían un compañero, un duendecillo, que les acompañaba en sus tareas domésticas. Hace tiempo, una mujer muy leída y con dotes para la escritura y la oratoria, también tenía un duendecillo como compañero.

Un día visitó a la mujer y a su esposo un primo lejano al que no conocían aún, un joven seminarista muy culto. El joven escuchó los versos de la mujer y encontró que su poesía era excelente.

-Tienes talento, prima -dijo el joven.

-¡No digas sandeces! -dijo el jardinero-. No le metas esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es saber atender a sus tareas en la casa y que no se te queme la comida.

-La comida la arreglo fácilmente -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado te doy besito y te contentas. Mírate tú, que parecía que solo te gustaba cultivar coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó el jardinero mientra salía por la puerta hacia el jardín.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a su prima y se puso a charlar con ella sobre cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina también estaba el duendecillo, vigilando el puchero que había quedado desatendido, para que el gato no se lo comiera.

El duendecillo estaba enojado con la mujer porque ella no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero no tenía disculpa para no creer en él, pues su gran creatividad y erudición se debían a su presencia.

-Ella simplemente me niega, que soy cosa de su imaginación -dijo el duendecillo mientras miraba al gato -. Y ahí está, charlando con ese seminarista. Ya me cansé, así que me pongo de parte del marido. Que ella atienda su puchero. Ahora voy a hacer que se le queme la comida, por desagradecida.

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear.

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del seminarista este -continuó el duendecillo-. A ver qué tiempo le queda para escribir poesía mientras zurce los calcetines rotos.

Al duendecillo se le ocurrió abrir primero la puerta de la cocina para que el gato comiera lo que se le antojara. El gato comió todo con gusto. Ya que le iban a echar la culpa de todo, al menos disfrutaría de la comida.

Mientras tanto, la mujer le enseñó a su primo algunos de sus ensayos y versos, que este leyó y comentó con gran interés. La mujer le habló del carácter melancólico y triste de sus escritos.

-Solo hay una sola poesía que tiene carácter jocoso en la que expreso pensamientos alegres. No te rías, pero trata de mis pensamientos sobre la condición de una poetisa. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. La he titulado “El duendecillo”. Seguramente conozcas la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje.

Y el seminarista leyó el título de la poesía en voz alta y la mujer escuchó, al igual que el duendecillo, que estaba al acecho para destrozar los calcetines mientras el gato se ponía las botas en la despensa.

-¡Esto va para mí! -dijo el duendecillo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mí esta desagradecida? ¡La voy a fastidiar! ¡Se acordará de mí!

Y aguzó el oído, prestando atención. Pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo más se sonreía. Estaba encantado de lo que se decía sobre él.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! -dijo el duendecillo. Desde hoy la ayudaré más que nunca y la respetaré.

-¡Ay que ver! Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para que el duendecillo cambie de opinión. ¡Qué astuta es la señora!

Y no es que la señora fuera astuta, sino que el duende era como son los seres humanos, que con halagos y adulaciones cambian de opinión, solo por sentirse importantes.
 


Cuentos para niños

Viejas leyendas cuentan que, antiguamente, las mujeres campesinas tenían un compañero, un duendecillo, que les acompañaba en sus tareas domésticas. Hace tiempo, una mujer muy leída y con dotes para la escritura y la oratoria, también tenía un duendecillo como compañero.

Un día visitó a la mujer y a su esposo un primo lejano al que no conocían aún, un joven seminarista muy culto. El joven escuchó los versos de la mujer y encontró que su poesía era excelente.

-Tienes talento, prima -dijo el joven.

-¡No digas sandeces! -dijo el jardinero-. No le metas esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es saber atender a sus tareas en la casa y que no se te queme la comida.

-La comida la arreglo fácilmente -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado te doy besito y te contentas. Mírate tú, que parecía que solo te gustaba cultivar coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó el jardinero mientra salía por la puerta hacia el jardín.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a su prima y se puso a charlar con ella sobre cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina también estaba el duendecillo, vigilando el puchero que había quedado desatendido, para que el gato no se lo comiera.

El duendecillo estaba enojado con la mujer porque ella no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero no tenía disculpa para no creer en él, pues su gran creatividad y erudición se debían a su presencia.

-Ella simplemente me niega, que soy cosa de su imaginación -dijo el duendecillo mientras miraba al gato -. Y ahí está, charlando con ese seminarista. Ya me cansé, así que me pongo de parte del marido. Que ella atienda su puchero. Ahora voy a hacer que se le queme la comida, por desagradecida.

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear.

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del seminarista este -continuó el duendecillo-. A ver qué tiempo le queda para escribir poesía mientras zurce los calcetines rotos.

Al duendecillo se le ocurrió abrir primero la puerta de la cocina para que el gato comiera lo que se le antojara. El gato comió todo con gusto. Ya que le iban a echar la culpa de todo, al menos disfrutaría de la comida.

Mientras tanto, la mujer le enseñó a su primo algunos de sus ensayos y versos, que este leyó y comentó con gran interés. La mujer le habló del carácter melancólico y triste de sus escritos.

-Solo hay una sola poesía que tiene carácter jocoso en la que expreso pensamientos alegres. No te rías, pero trata de mis pensamientos sobre la condición de una poetisa. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. La he titulado “El duendecillo”. Seguramente conozcas la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje.

Y el seminarista leyó el título de la poesía en voz alta y la mujer escuchó, al igual que el duendecillo, que estaba al acecho para destrozar los calcetines mientras el gato se ponía las botas en la despensa.

-¡Esto va para mí! -dijo el duendecillo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mí esta desagradecida? ¡La voy a fastidiar! ¡Se acordará de mí!

Y aguzó el oído, prestando atención. Pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo más se sonreía. Estaba encantado de lo que se decía sobre él.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! -dijo el duendecillo. Desde hoy la ayudaré más que nunca y la respetaré.

-¡Ay que ver! Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para que el duendecillo cambie de opinión. ¡Qué astuta es la señora!

Y no es que la señora fuera astuta, sino que el duende era como son los seres humanos, que con halagos y adulaciones cambian de opinión, solo por sentirse importantes.
 


Caperucita roja y el lobo

Escrito por Charles Perrault en cuentos para niños


Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de  Caperucita le dijo:
– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

Cuento de caperucita y el lobo

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía  a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.
– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.
– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.
– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.
Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?
La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.
– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.
– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?


Nunca hables con extraños

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal  llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.
– ¿Quién es? – gritó la mujer.
– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.
– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.
El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.
– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.
– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar.
– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.
La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:
– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!
– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.
– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!
– Son para oírte mejor, querida.
– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!
– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!
El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.


Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.
Escrito por Charles Perrault en cuentos para niños


Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de  Caperucita le dijo:
– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

Cuento de caperucita y el lobo

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía  a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.
– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.
– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.
– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.
Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?
La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.
– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.
– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?


Nunca hables con extraños

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal  llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.
– ¿Quién es? – gritó la mujer.
– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.
– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.
El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.
– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.
– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar.
– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.
La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:
– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!
– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.
– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!
– Son para oírte mejor, querida.
– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!
– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!
El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.


Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.

Los tres cerditos y el lobo feroz

Cuentos para niños



los tres cerditos



Había una vez tres hermanos cerditos que vivían en el bosque. Como el malvado lobo siempre los estaba persiguiendo para comérselos dijo un día el mayor:

- Tenemos que hacer una casa para protegernos de lobo. Así podremos escondernos dentro de ella cada vez que el lobo aparezca por aquí.

A los otros dos les pareció muy buena idea, pero no se ponían de acuerdo respecto a qué material utilizar. Al final, y para no discutir, decidieron que cada uno la hiciera de lo que quisiese.

El más pequeño
optó por utilizar paja, para no tardar mucho y poder irse a jugar después.

El mediano prefirió construirla de madera, que era más resistente que la paja y tampoco le llevaría mucho tiempo hacerla. Pero el mayor pensó que aunque tardara más que sus hermanos, lo mejor era hacer una casa resistente y fuerte con ladrillos.

- Además así podré hacer una chimenea con la que calentarme en invierno, pensó el cerdito.

Cuando los tres acabaron sus casas se metieron cada uno en la suya y entonces apareció por ahí el malvado lobo. Se dirigió a la de paja y llamó a la puerta:

- Anda cerdito se bueno y déjame entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y el lobo empezó a soplar y a estornudar, la débil casa acabó viniéndose abajo. Pero el cerdito echó a correr y se refugió en la casa de su hermano mediano, que estaba hecha de madera.

- Anda cerditos sed buenos y dejarme entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!, dijeron los dos

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

El lobo empezó a soplar y a estornudar y aunque esta vez tuvo que hacer más esfuerzos para derribar la casa, al final la madera acabó cediendo y los cerditos salieron corriendo en dirección hacia la casa de su hermano mayor que habia hecho la casita de ladrillos.

los tres cerditos contra el lobo


El lobo estaba cada vez más hambriento así que sopló y sopló con todas sus fuerzas, pero esta vez no tenía nada que hacer porque la casa no se movía ni siquiera un poco. Dentro los cerditos celebraban la resistencia de la casa de su hermano y cantaban alegres por haberse librado del lobo:

- ¿Quien teme al lobo feroz? ¡No, no, no!

Fuera el lobo continuaba soplando en vano, cada vez más enfadado. Hasta que decidió parar para descansar y entonces reparó en que la casa tenía una chimenea.

- ¡Ja! ¡Pensaban que de mí iban a librarse! ¡Subiré por la chimenea y me los comeré a los tres!

Pero los cerditos le oyeron, y para darle su merecido llenaron la chimenea de leña y pusieron al fuego un gran caldero con agua.

Así cuando el lobo cayó por la chimenea el agua estaba hirviendo y se quemo tanto que salió gritando de la casa y no volvió a comer cerditos nunca mas.

Cuentos para niños



los tres cerditos



Había una vez tres hermanos cerditos que vivían en el bosque. Como el malvado lobo siempre los estaba persiguiendo para comérselos dijo un día el mayor:

- Tenemos que hacer una casa para protegernos de lobo. Así podremos escondernos dentro de ella cada vez que el lobo aparezca por aquí.

A los otros dos les pareció muy buena idea, pero no se ponían de acuerdo respecto a qué material utilizar. Al final, y para no discutir, decidieron que cada uno la hiciera de lo que quisiese.

El más pequeño
optó por utilizar paja, para no tardar mucho y poder irse a jugar después.

El mediano prefirió construirla de madera, que era más resistente que la paja y tampoco le llevaría mucho tiempo hacerla. Pero el mayor pensó que aunque tardara más que sus hermanos, lo mejor era hacer una casa resistente y fuerte con ladrillos.

- Además así podré hacer una chimenea con la que calentarme en invierno, pensó el cerdito.

Cuando los tres acabaron sus casas se metieron cada uno en la suya y entonces apareció por ahí el malvado lobo. Se dirigió a la de paja y llamó a la puerta:

- Anda cerdito se bueno y déjame entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y el lobo empezó a soplar y a estornudar, la débil casa acabó viniéndose abajo. Pero el cerdito echó a correr y se refugió en la casa de su hermano mediano, que estaba hecha de madera.

- Anda cerditos sed buenos y dejarme entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!, dijeron los dos

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

El lobo empezó a soplar y a estornudar y aunque esta vez tuvo que hacer más esfuerzos para derribar la casa, al final la madera acabó cediendo y los cerditos salieron corriendo en dirección hacia la casa de su hermano mayor que habia hecho la casita de ladrillos.

los tres cerditos contra el lobo


El lobo estaba cada vez más hambriento así que sopló y sopló con todas sus fuerzas, pero esta vez no tenía nada que hacer porque la casa no se movía ni siquiera un poco. Dentro los cerditos celebraban la resistencia de la casa de su hermano y cantaban alegres por haberse librado del lobo:

- ¿Quien teme al lobo feroz? ¡No, no, no!

Fuera el lobo continuaba soplando en vano, cada vez más enfadado. Hasta que decidió parar para descansar y entonces reparó en que la casa tenía una chimenea.

- ¡Ja! ¡Pensaban que de mí iban a librarse! ¡Subiré por la chimenea y me los comeré a los tres!

Pero los cerditos le oyeron, y para darle su merecido llenaron la chimenea de leña y pusieron al fuego un gran caldero con agua.

Así cuando el lobo cayó por la chimenea el agua estaba hirviendo y se quemo tanto que salió gritando de la casa y no volvió a comer cerditos nunca mas.
 
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